Manos comprometidas.


La luna transparente, mordiendo la roja loma antes del anochecer. Una nerviosa mano atraviesa trémula las falanges de la compañera que con ansiedad no deja ir, ni dejará.

El rítmico estremecimiento del camión de la corrida de las seis de la tarde. Adelante, las siluetas de autómatas que realizan viajes a parajes no explorados, a sus recuerdos y en sus soledades olvidan el movimiento al sur y la serpentina entre la aridez de los montes.

El anochecer y el sonido repetido de las junturas y los chirridos del autobús; la mano asida a la del compañero con inquietud, más que un gesto de cariño o siquiera de apego, se ve entre los asientos como una expresión torpe ante un futuro que se torna inminente. El autobús parece avanzar y las comprometidas manos comunican en su lucha el camino hacia la fatalidad de un interminable barranco.

La música de fondo, apenas audible y en sordina, suena melancólica y vulgar. No alcanzas a ver sus rostros a tu derecha y una fila atrás. Las voces son un tanto más claras cada vez. Una mujer equilibra en su acento una petición, vacila para no terminar estallando en un sonoro chillido que despierte a los demonios en sus ensoñaciones filas adelante. Un hombre, lacónico en exceso, con enfado ataja algunas frases de su compañera con palabras sueltas y sonidos guturales como única respuesta.

Afuera formas extravagantes y fugaces se recortan en el cielo y bajo la luna perlada, suspensa, que boga en el cielo. Son ramas imitando apariciones o apariciones imitando ramas, pero no sabes cuál es la diferencia.

La voz femenina continúa su largo discurrir en abandonada lucha, sus notas se elevan demasiado casi al borde del llanto nuevamente, y como respuesta no tienen más que el ruido sofocado del autobús y la vulgar tonada en sordina en la cabina del conductor. Recuerdas la voz femenina y te duermes soñando intranquilamente un sueño fatigoso como de responsabilidad no cumplida, caes en la lenta e interminable escala de un piano que te saca del sueño, mientras arribas a tu destino.

Abres lentamente tus ojos, y no alcanzas a mirar el rostro de los pasajeros descendiendo por el estrecho pasillo en silenciosa procesión para esconder sus rostros en nocturnos crespones y desaparecer sin dejar pista. Desciendes y miras la ciudad enlutada con esa misma luna elevada y soberbia dominando la noche.

Esperas en la oscuridad inmutable y comienzas a notar la noche cayendo en largas gotas de lluvia mientras buscas algo en tus bolsillos, tal vez unas nerviosas manos para estrechar con angustia.


Al otro lado de la calle se ha abierto una pesada puerta de madera labrada que por sus bisagras rezonga una invitación a entrar. Miras un instante más, y penetras con tu olfato y tu vista la ondulación de la luz del patio interior. Llegan a ti los ecos oxidados de los goznes del columpio en su rítmico movimiento; es el balanceo pausado de niños que abandonan la tierra en cada elevación echando las piernas hacia delante y hacia atrás, y ves sus miradas de obsidiana agrietar la noche y sus vestidos blancos van dejando espesa bruma tras de sí: ahora ya no hay duda, la bruma son prendas raídas dejadas atrás en un juego interminable de una noche de plenilunio.

Recuerdas la calidez de las tardes en el jardín, mirando el juego de luz y sombras en su cuerpo sentado bajo la bugambilia, que mancha de magenta la pared encalada. Cierras los ojos y ves las filas de hormigas subir por sus piernas desapareciendo bajo su falda y dejando la mancha sangrienta de la flor en sus pechos.

Abres los ojos y la presientes nuevamente pasear por el jardín vistiendo ligero y mirando sin mirar. La sigues hasta la pieza mal iluminada con retratos polvorientos de sombras, el aire está infestado con el olor de agua estancada en los muros. Avanzas lentamente al espejo del fondo del salón hasta tenerlo de frente en un lento parpadeo, miras la imagen y solo está la habitación con su barniz de humedad añeja… no encuentras tu rostro en el reflejo tal como lo recordarías en otra ciudad. Tienes un aire de rabiosa expresión que habías el olvidado, sientes unos senos blandos tocando tu hombro y unos dedos nerviosos buscando tu mano para estrecharla en agónico gesto.

Abres la ventana y tu voz, que no reconoces, sale con alas negras, merodea la noche y corona la cruz iluminada de la parroquia, ahora tu alarido se convierte en una oración en tono de blasfemia, escurre por el callejón dando tumbos como ebrio.

Sientes las manos de ella tocando tus hombros y tu cara. Te ha invocado desde el sueño y te habla al oído en voz baja y con expresión apagada, te dice: ¿y a ti, quién te imagina? Su nerviosa mano atraviesa trémula tus falanges con ansiedad, para no dejar ir jamás.

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