POLVO DEL CAMINO


He venido para sentarme contigo en el zaguán iluminado por el quinqué. Me tomaste a un lado del camino, mientras yo jugaba a ser una sombra alargada al atardecer, que mira la roja loma al morir del día. Mientras caminábamos a casa dijiste que nuestra presencia es un hilo de nostalgia que sale lentamente por en medio del pecho.

Ahora ha anochecido con un cielo de estrellas cercanas, me sacudo el polvo del camino y hago tronar mis pasos en la entrada. Tú padre, te sientas pesadamente en la piedra acostumbrada y con la espalda contra la pared, mientras alargas un largo resuello que intenta reconfortarte.

Ahora en nuestras conversaciones nocturnas me gusta más asentir con pesados silencios, entre las calmas de las conversaciones. Me recuesto en la silla que colocaste para mí y veo directamente el fondo del cielo nocturno, hasta dejarme caer en sus simas. Aquí, en ésta noche, el aire es más claro y menos denso.

Me preguntas que cómo me va ahora que estoy tan lejos, y yo comienzo a platicarte de mi nueva vida en Ojo Ciego:

Pues bien, para llegar hay que descender por un remolino de cerros y vegetación, para finalmente ver en medio de todo la que pequeña villa incrustada al final. Ahí, hay siempre un silencio tenso que penetra en la nuca, muy parecido al chapurreo de conversaciones en la pequeña plaza. Igual pasa en la soledad oscura de la mansión y en la calma ondulante de la humedad de la habitación, que todo lo penetra, y que añeja, se va apoderando lentamente de los sentidos.

En Ojo Ciego, la gente tiene mirada atenta de ave recelosa y marchan todos por sus plazas y jardines al ritmo de una tonada que suena como un tambor destemplado bajo el agua. Los parroquianos de las nocturnas fondas tienen dobles o triples vidas; las jóvenes tantean el aire para no mirar a los recién llegados, que no deben ser mirados.

La primera vez que se llega a Ojo Ciego, se debe rondar por sus estrechas calles con la mirada de quién observa una película muda y vieja. Lentamente para no despertar al sopor de la luz que se cuela apenas por entre los cerros. Y así se va en ésa ciudad, dando rodeos y mirando a velocidad lenta. Se toca pero no se palpa; se saluda con discretas frases y se intenta no existir.

Cuando uno llega a morir en Ojo Ciego, se le llora unos cuantos días, hasta que los deudos olvidan si se ha muerto o si en realidad se ha nacido a la vida triste de esa población. Las vidas y resurrecciones se miden en capas polvosas de un cuadro desteñido de una boda vieja y olvidada. Se vive respirando tierra seca y fina, el alimento es la hoja seca y gris que cae mil veces cada vez sin dejar el lecho de la tierra.


Las viejas mujeres en las iglesias de ruinosas cúpulas cantan sombras y ojos de cristal descolorido de santos abandonados. Ahí, están ahora mismo, cantando sombras desde sus gargantas muertas y apolilladas.

He vuelto contigo padre, al zaguán de la casa y mi plática te va dejando somnoliento y con tus últimas luces en la vigilia me recriminas que en nuestro reencuentro ande así, todo lleno de polvo del camino y te respondo padre, que de ahora en adelante seré únicamente polvo en el camino a Ojo Ciego. Te lo digo en voz baja mientras te vas quedando dormido pensando en el hijo que perdiste, y la luz del quinqué se va extinguiendo con el frío de la madrugada.

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